Día 1 - El Cairo, La leyenda de Lucky man y la mujer del cabello de fuego

lunes, 30 de marzo de 2009


Y llegamos, señoras y señores. Después de un largo viaje de dos días que incluyó a Atlanta y Nueva York entre los destinos temporales estamos en la capital de Egipto. El aeropuerto está limpio y cuidado pero de alguna forma se le nota lo desvencijado. La primera conversación que tenemos es departe de un egipcio que nos ofrecía algo insistentemente.

Siempre que me decían que tenía cara de árabe y/o turco, pensaba que para los verdaderos representantes de estas etnias era bastante claro que no calzaba con el perfil, como cuando a un japonés se lo cataloga de chino en circunstancias que estos dos pueblos se reconocen diferentes --también-- físicamente. Pero la razón por qué no entendía cuál era la oferta del egipcio que nos abordó dentro del aeropuerto es que me estaba hablando en árabe y se sorprendió al saber que no le entendía. Luego de que le explicara que era de Chile (y qué era Chile), nos ofrecía transporte, ya en inglés.

Después de un vuelo tan largo y extenuante es lógico pensar que llegaríamos al hotel a descansar un poco. Pero nada de lógica en esto, como suele darse en los turistas. Le hicimos caso al egipcio para que se encargara de trasladarnos al hotel y acto seguido nos llevara a la plataforma de Giza a ver las pirámides.

El Cairo está atestado de gente, son cerca de veintidós millones de personas que comparten las calles como peatones, automovilistas, burreros, motociclistas, ciclistas y taxistas (esta última una raza propia por allá). La sensación de caos urbano es bastante pronta al llegar al centro de la ciudad. Muy pocos semáforos refrendan una anarquía del tránsito donde, extrañamente, quien se atraviesa en un cruce o quién se pasa del carril uno al tres no recibe una colección de los mejores localismos a altos decibeles, sino una risa que se puede leer como “eres un pillo (vivo)”. Su vida en las calles es así y no se hacen mayor problema, bien por ellos, pero debo admitir que me incomodaban los largos tiempos de traslado por calles circulares; 
o las espiralazas de cemento con veredas ocupadas por vehículos estacionados que obligan al peatón a caminar bajo la vereda; o los bocinazos incesantes que lo ocupan todo, todo el tiempo.

Por un momento, ahora contemplando las pirámides de Giza, todo lo anterior pareció valer la pena. Su historia milenaria la cuentan silenciosamente el sol, la arena, el olor y las propias tumbas. Ingresar a los enjutos túneles interiores de las pirámides convierte a cualquiera en claustrofóbico desde la entrada misma y nosotros no fuimos la excepción, pero la estupefacción pesaba más en nuestros pensamientos.

Luego del paseo fúnebre, dimos unas vueltas en camello, lo que nos trajo algún mal rato producto de una situación con la cual se tiene que aprender a convivir en El Cairo: todos buscan el dinero de los turistas. Si alguien es muy amable y te indica cómo llegar a una dirección, de seguro quiere su recompensa. Si alguien gentilmente se ofrece a sacarte una foto, no costará menos de 2 libras. Si la vuelta en camello no era parte del tur que compraste, no te lo dirán hasta que hagas el recorrido y debas pagar. En fin, todo es una forma de ganar dinero y eso nos trajo más de un inconveniente. Si se sabe manejar las situaciones estando siempre alerta a aquello que podría ser cobrado, no pasa de ser molesto. Si no, se puede perder gran cantidad de dinero en propinas y pagos innecesarios o abultados.

Seguimos con visitas a una de las escuelas de papiros y a una fábrica de perfumes, ambas con una gran vocación comercial en su atención.


El día terminó con una visita (sin descanso) al famoso mercado bazaar Khan el Khalili, un lugar lleno de pequeños locales comerciales de bagatelas y especias. Como anécdota interesante, Vero se vistió con una blusa que en Chile llega a ser hasta conservadora, pero que dejaba al descubierto parte de los hombros, la parte superior de la espalda y los brazos, lo que acompañado del cabello color fuego causó un revuelo inesperado. Muchos de los locatarios le  gritaban al parco acompañante (ése soy yo) “hey! lucky man, lucky man” y uno de ellos llegó a preguntar en mal español “¿cuánto camelos?” en alusión a la reconocida tradición árabe de pagar la mano de una prometida con el dromedario en una cantidad acorde a su belleza. Entretenido, pero Vero se sintió muy abrumada y observada.

Al volver sentimos un agotamiento que nos llevó a cenar en la habitación del hotel comida de supermercado para reponer cuanto antes las energías consumidas en una ciudad incansable. Veremos mañana si mejora la amabilidad de los egipcios.